sábado, 30 de junio de 2012

Réquiem para un pueblo fantasma

El Mercurio

Óscar Hahn


La oficina salitrera Humberstone era una pequeña ciudad minera situada a 47 kilómetros de Iquique, en medio del desierto. Desde 1872 se fue construyendo por etapas, hasta que se consolidó con el auge de la industria del salitre. Hacia 1940 llegó a tener 3.700 habitantes. Era lo que se llamaba una company town . El nitrato de sodio, extraído del caliche, se utilizaba como fertilizante y también para fabricar explosivos. Y un día ocurrió la debacle. El nitrato natural fue reemplazado por el salitre sintético y el colapso del oro blanco sumió en la miseria a miles de mineros y a sus familias. La oficina cerró definitivamente en 1961. Varias décadas después fue declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco.

Todavía están las calles, la plaza, el teatro, la escuela, el mercado, las viviendas de los casados y de los solteros, pero sólo las habitan las ánimas. También está la pulpería, que tiene resonancias ingratas, porque recuerda la llamada ficha-salario. A los trabajadores de las salitreras no se les pagaba con billetes, sino con fichas. Sólo podían comprar con ellas en los establecimientos comerciales de la misma compañía, llamados pulperías. No hay que olvidar que fue en el norte donde ocurrieron episodios emblemáticos del movimiento obrero chileno, incluidos los que en 1907 derivaron en la matanza de la escuela Santa María de Iquique, en la que 3.600 huelguistas de las salitreras fueron masacrados.

Yo nací en el puerto de Iquique y viví en esas tierras hasta los 13 años. Cuando niño acostumbraba a salir de excursión con mis amigos. Para nosotros era un desafío escalar los áridos y empinados cerros que presiden la ciudad. Primero debíamos pasar por las inmediaciones de la escuela Santa María, pero apenas llegábamos a la esquina, instintivamente, sin intercambiar ni una sola palabra, cruzábamos a la acera de enfrente, tratando de alejarnos del lugar lo antes posible. Aunque los luctuosos hechos habían ocurrido hacía mucho tiempo, algo perturbador seguía flotando en la zona de la tragedia. Dice la Cantata del compositor iquiqueño Luis Advis: "Un niño juega en la escuela/ Santa María./ Si juega a buscar tesoros,/ ¿qué encontraría?".

La novela de Hernán Rivera Letelier Santa María de las flores negras , publicada en 2002, narra con gran realismo el drama que vivieron los mineros antes, durante y poco después de la masacre. Con Rivera Letelier culmina la narrativa social del norte, que se inauguró en 1903 con Tarapacá , de Juanito Zolá, seudónimo de los periodistas Osvaldo López y Nicanor Polo. La primera edición de esta novela naturalista la hicieron quemar las autoridades de la época, por su contenido contestatario. Más de un siglo después, en 2006, fue reeditada por la Universidad Arturo Prat. Otra novela señera es Norte grande (1944), de Andrés Sabella. Defiende la noción de que las provincias de Tarapacá y Antofagasta son una sola unidad geográfica, económica y social. También habría que recordar Hijo del salitre (1952), de Volodia Teitelboim, sobre el líder político y sindical Elías Lafferte, y Caliche (1954), de Luis González Zenteno, que empieza así: "Iquique era una villa grande y hermosa, acogedora, cordial, en la que los habitantes proletarios se prestaban recíproco apoyo".

Caminar por las calles de un pueblo fantasma no es fácil. Uno piensa en todas las personas que alguna vez vivieron allí, que habitaron en esas casas, que anduvieron por esas calles y que han desaparecido. La ciudad persiste: llena de ausencias. Uno entra en una casa que tiene un cartelito afuera que dice: "Aquí vivió una típica familia", y ve las distintas habitaciones: el living, el dormitorio de los padres, el de los niños, el comedor, la cocina, el patio, tal como estaban antes de ser abandonados, como si sus antiguos moradores pudieran volver en cualquier momento; pero están vacíos para siempre. Sólo permanecen las cosas, inmovilizadas en el tiempo, usadas por nadie: muebles desvencijados, zapatos rotos, muñecas raídas, juguetes de alambre mohoso. Me dicen que los pobladores desaparecidos penan en la oscuridad. Hay fantasmas que espían a los visitantes nocturnos. Pero yo fui una luminosa mañana del mes de enero, con mi hijo Diego, con nuestro anfitrión, el doctor Orlando Torres, y con una pareja de jóvenes cineastas, y deambulamos por esas calles polvorientas y desoladas, bajo el quemante sol de la pampa. Y a esa hora del día los únicos fantasmas son los espejismos que inventa el sol en el desierto.